Pbro. Bulmaro Aguila Tecuapacho
El silencio como lenguaje teológico
La percepción religiosa del misterio divino y la ciencia de su carácter inefable ha impregnado la teología cristiana, desde sus inicios mas puros, de una fuerte connaturalidad con la dimensión del silencio, como vía para penetrar ese misterio infinito y situarse respetuosamente junto a el. También el silencio es un lenguaje de la fe.
El silencio es como el lugar de la epifanía y de la autorrevelacion del Ser, y el único portavoz adecuado del inexpresable misterio de Dios. Este silencio cristiano no es enmudecimiento ni vació, sino Silencio originario, entendido, en términos de Revelación, como plenitud y exceso de palabra; “ a Dios se le honra con el silencio, no por el hecho de estar callados y sin investigar nada acerca de Él, sino porque tomamos conciencia de estar siempre mas
Acá de una comprensión adecuada del misterio divino” (In Boéthii de Trinitate, Proem. 2, 1 ad 6). En el Cristianismo el silencio no tiene vigencia a costa de la Palabra, que el Logos divino y eterno. El silencio contemplativo no indica agnosticismo ni negación hostil de la posibilidad de conocer a Dios. Tampoco es actitud pasiva o quietista.
La fe acoge la Palabra y en ella escucha y también el silencio divino, que es inseparable de Aquella. Palabra y Silencio van juntos. Se contienen recíprocamente. el silencio se halla incorporado a la Liturgia como “clima natural de adoración”.
La espiritualidad de la Iglesia Oriental ha cultivado con especial sensibilidad religiosa el “silencio que adora”, del que tienen necesidad “la teología, para valorar plena-
Mente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obliga a cubrirlo con un velo (Ex 34, 33)
MORALES, J. Introducción a la teología, 101-102.
La sepultura del Señor
Los Evangelios narran con brevedad la muerte de Jesús. “Expiró”, se dice en Mc 15, 37, Lc 23, 46 y Mt 27, 50; “Entrego su espíritu”, leemos en Jn 19,30. Pertenece a la doctrina de la fe el hecho de que Cristo murió verdaderamente, estuvo verdaderamente muerto – fue sepultado y descendió a los infiernos”-, y al tercer día resucitó “de entre” los muertos.
Se cumplen , pues, en la muerte de Jesús las características esenciales a toda muerte humana. Entre estas características , se encuentra el que se da la separación entre el alma y el cuerpo; es decir, el cuerpo queda sin vida, pierde las operaciones vitales.
Decir, pues, que Jesús murió verdaderamente equivale a afirmar que durante los días en que estuvo muerto, en cierto sentido, según el lenguaje clásico, dejo de ser hombre, pues no se llama hombre ni sólo al cuerpo, ni sólo al alma, sino a la unión de alma y cuerpo.
Indisolubilidad de la unión hipostática
La muerte de Cristo significa, pues, que en Él, al igual que en los demás difuntos, estuvo interrumpida la relación vital alma-cuerpo; sin embargo, el Verbo permaneció unido a ellos también durante el triduo sacro. Esta es la doctrina común a los Santos Padres y de los teólogos posteriores, que se apoyan en la Sagrada Escritura, pues en ella se afirma que el sacerdocio de Cristo es eterno y que su reino no tendrá fin (Hb 7, 24; 13, 8; Lc 1, 33; Jn 12, 34). Y es obvio que Cristo es sacerdote y rey en cuanto hombre. Como dice en el Catecismo de la iglesia Católica, “… la muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que su cuerpo conservó con la persona del Hijo, no fue un despojo mortal como los demás” (n. 627)
La doctrina del Magisterio de la Iglesia, ha sido constante la afirmación de la indisolubilidad de la unión hipostática. Ambas naturalezas están unidas en Cristo Inseparablemente, dice el Concilio de Calcedonia y el Concilio de XI de Toledo: “Creemos que en el Hijo de Dios hay dos naturaleza […], a las cuales de tal forma unió en Sí mismo la persona de Cristo, que nunca pueden separarse ni la divinidad de la humanidad ni la humanidad de la divinidad. San Juan Damasceno enseña que, aunque en la muerte el alma se separo del cuerpo, “ la divinidad, sin embargo, no se separó de los dos, es decir, no se separó en modo alguno ni del alma ni del cuerpo”.
Descendió a los Infiernos
El inciso “descendió a los infiernos” no se introduce en Símbolo hasta a finales del siglo IV. El texto mas decisivo es el de Hch 2, 27-31, donde San Pedro cita el Salmo 15,10 (“no dejará mi alma permanecer en el infierno”), hablando de la incorrupción del cuerpo de Cristo en el sepulcro y de que su alma no ha sido abandonada durante su estancia en los infiernos.
Puede decirse que el descenso a los infiernos o sheol forma parte de cuanto se contiene afirmación de que Cristo “fue sepultado”. En efecto, así como la sepultura manifiesta la condición del cuerpo sin vida, el descenso a los infiernos manifiesta que el alma de Cristo ha penetrado verdaderamente en ese misterio que se designa con la expresión “reino de los muertos”.
Pero si se mira mas a fondo la tradición bíblica y teológica, el descenso a los infiernos es también expresión de la regia soberanía de Cristo sobre la muerte y sobre los muertos. De ahí que generalmente la teología haya considerado que, en este descenso, Jesús aporta la redención a los justos que ya habían muerto, es decir, que les aplica la redención con su bajada a los infiernos. Los Santos Padres destacan el carácter voluntario de este descenso: bajo libremente, sin que la muerte lo retuviera a la fuerza.
OCARIZ F., El Misterio de Cristo, 419-424
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